Se pone el sol llevándose consigo un hermoso cielo azul, que parece ignorar todo acontecimiento humano. Los planetas giran, los pájaros cantan y el pasto amanecerá húmedo una vez más, ajeno a todo rumor de cuarentena. Del otro lado de mi ventana las hojas de un álamo se mueven espontáneas como saludando al sol, inocentes y diáfanas.

Pero si vuelvo la mirada al televisor o miro algo en la web, toda esa despreocupación queda eclipsada. Las noticias de pandemia que ayer habrían causado comentarios jocosos hoy se toman con más seriedad, y los medios abundan, repiten y diseccionan morbosamente cada detalle. Aparecen casos positivos algo cercanos a mi entorno, y entonces la lejana China y la anhelada Italia parecen golpear la puerta.

La ciencia ficción, esa hermosa caja de cristal colorido que cautivó nuestra imaginación de adolescentes, hoy se descuelga de la pared y estalla en mil pedazos contra el suelo de la actualidad. La oferta de Netflix, las películas de pandemias, los documentales con teorías conspirativas, las series de zombis y todo el imaginario apocalíptico hollywoodense parecen un monigote de trapo al lado de una amenaza real, menos estética pero más incierta. Dicen que la realidad supera a la ficción, pero esta vez el comentario no viene a risa.

Otras pestes.

Hace más de un siglo y medio una de las peores epidemias de fiebre amarilla asoló a la población uruguaya. De origen viral, transmitida por un mosquito y heredada de regiones más cálidas, la peste bajó al puerto de Montevideo el verano de 1857 desde barcos que no respetaron una cuarentena, causando la muerte de casi 2500 personas. ¡Era el 10% de la población!

La enfermedad causaba una sintomatología por demás desagradable -dolor, escalofríos, sudoración, vómitos negruzcos, delirios y una piel lúgubremente amarilla-, y afectó no solo a los sectores de menores recursos, sino también a familias acomodadas. Todo esto, sumado al desconocimiento generalizado sobre las causas de la enfermedad creó en el país un estado de pánico.

Asustadas, muchas personas escaparon de Montevideo en busca de un lugar seguro. Las familias pudientes se refugiaron en casas quinta en los alrededores de la ciudad –lo cual parecía una buena idea-, pero no imaginaban que eso haría que la enfermedad se difundiera más. Porque muchos de los que escaparon ya estaban infectados, y porque el mosquito transmisor pululaba por doquier.

Junto con las noticias de lo que ocurría en Montevideo también comenzaron a circular rumores, y los habitantes de otras localidades empezaron a exigir medidas. Así, ciudades como Florida y Maldonado quedaron aisladas por rigurosos cordones sanitarios, y en otras localidades la gente se negaba a recibir u hospedar a personas que venían de Montevideo por temor a un posible contagio. El pánico era tan grande, que hasta la llegada de paquetes y cartas provenientes de la capital era algo que generaba precaución. Se creía que al abrirlos podría darse un contagio.

Aunque la enfermedad retrocedió al llegar el invierno, el miedo y la incertidumbre quedaron, y la fiebre amarilla se sumó al panteón de enfermedades temibles como el cólera, la viruela y la difteria.

Este es un ejemplo antojadizo tomado de un amplio abanico de experiencias en las que la enfermedad tiene un poder de daño que supera a las capacidades originales del virus, la bacteria o el microorganismo en cuestión.

En la Europa medieval, la Peste Negra mató a entre un 30 y un 60% de la población europea en menos de diez años. El desconocimiento y la paranoia alimentaron todo tipo de rumores y sospechas, causando revueltas en algunas ciudades, y hasta se organizaron persecuciones multitudinarias –pogroms- contra judíos, leprosos, gitanos, mendigos y otras minorías. En el Evangelio según Lucas (17:11-19), un grupo de leprosos intenta encontrarse con Jesús, pero curiosamente el diálogo se da a los gritos porque los leprosos no se atreven a acercársele mucho. Es que existían disposiciones religiosas muy claras sobre la lepra: quienes padecían la enfermedad eran declarados impuros, lo cual generaba una carga importante de marginación y desprecio social. Era lógico que los leprosos gritaran de lejos.

El virus, y los pre-virus

No vamos a hablar aquí sobre este virus de reciente aparición; no lo haremos por falta de formación académica, y otro poco por el exceso de información al que nos hemos acostumbrado. Pero sería interesante pensar en otros flagelos –tanto o más virulentos- que el Coronavirus activó en su llegada. ‘Virus’ que ya existían y que transitaban bajo la superficie, y que con esta novedad están descargando toda su capacidad de daño.

No dudamos sobre los riesgos del Coronavirus actual, en especial si un contagio masivo hace colapsar nuestro sistema de salud. Pero más allá del daño potencial sobre el cuerpo de cada persona, no podemos pasar por alto todos aquellos gestos, prejuicios y violencias que, potenciadas por el Coronavirus, dañan el tejido social.

Desde que el virus desembarcó en nuestro país, se propagó con una velocidad superior al contagio toda una serie de rumores y noticias maliciosas que generaron más miedo y reticencia. Los casos que iban confirmándose generaron audios y noticias en cadena que divulgaban nombres y apellidos, vínculos laborales y familiares, especulando sobre posibles contagiados y cuestionando al Estado, a los agentes sanitarios o a las instituciones responsables de su cuidado. Todo una serie de chismes que, en lugar de proteger y cuidar, expusieron los cuerpos a la vulnerabilidad del escarnio público. Aun cuando pueden cometerse errores y dilaciones, los rumores no reparan sino que aumentan la desconfianza y la sospecha, erosionando los vínculos entre las personas.

Sabemos que la cuarentena, la suspensión de las clases y el cese de algunas actividades devolvió a las personas a sus casas, pero en muchos casos el hogar no es un lugar de completa seguridad y contención. Aunque algunas personas romanticen el aislamiento, lo cierto es que la violencia basada en género, el abuso sexual y el consumo problemático de sustancias se dan mayormente en casa. Ahí, donde deberíamos sentirnos seguros/as y cuidados/as, ahí quizá el Coronavirus no llegue, pero otras tristes realidades siguen al acecho.

Otro virus social pre-existente tiene mucho que ver con los leprosos del Evangelio y con los linchamientos masivos de la Peste Negra. Nuestro sistema de salud no tendrá nada que envidiarle a los leprosarios medievales, pero la actual pandemia vuelve a potenciar un clima de desconfianza y miedo al otro/a; al portador, al posible infectado, al que tiene una conducta que no se ajusta a lo esperado. Ese miedo al otro y la amenaza que este puede representar levanta nuevos chivos expiatorios. Si andan desalineados o extraviados, si salen escapando de lo insoportable que habita en sus casas, si duermen en la calle o si continúan indicando a los autos un lugar para estacionar, entonces producen alarma y todos les imponen una distancia abismal. Como a un leproso.

A otros/as, por infringir una cuarentena, por actuar con liviandad o por viajar con síntomas también se les desea la muerte, se les somete a escarnio público, se les insulta en las calles, se ventila su intimidad y se divulgan todos sus datos personales. Aunque su actitud sea repudiable y penable, la justicia popular, liberada por la paranoia, impone penas sádicas que vulneran el tejido social y que enseñan a desconfiar, siempre.

Chau mate

Vuelvo a mirar por la ventana y las hojas del álamo dejaron de batir. El sol se fue, la noche es silenciosa. La mayoría de los negocios están cerrando. Soy dichoso de tener un álamo al cual mirar y lo necesario para alimentarme e higienizarme; pero no puedo dejar de pensar en los virus de la acaparación, la especulación y la usura. Hay gente que entra en pánico y se atiborra, otros abusan de ese temor, suben los precios, se parapetan detrás de la ley de oferta y demanda. Mientras tanto, quienes no pueden pagar o quienes no pueden correr se quedan por fuera. Con la ferocidad de un lobo los matará la ley del que llega primero.

Conversando hace poco con alguien del Centro Emmanuel compartimos la nostalgia de los abrazos. Me comenta sobre la suspensión de las actividades de iglesia, de los coros, de los grupos de jóvenes, todo. Me cuenta que oyó decir que en adelante nos acostumbraremos a no abrazar ni besar más. Ni hablar de compartir el mate.

-¡Déjense de pavadas! –razonó indignada mi interlocutora-. Eso será ahora, pero ya va a pasar. Algún día nos volveremos a abrazar…

Siento gratitud por esas palabras, y por todos los gestos que hemos ido coleccionando en estos días, que hablan de una humanidad que puede reparar, unir y sanar, aun cuando los virus del individualismo y la paranoia atacan contra el cuerpo de nuestra sociedad. Por ahora y como los leprosos gritaremos de lejos, nos abrazaremos en el aire, pediremos ayuda, responderemos, nos escucharemos más.

No sé si Jesús andaría con esta pandemia caminando por las calles. No lo sé. Pero seguro, seguro, estaría sanando cuerpos, uniendo historias, abriendo puertas y prometiendo un futuro de abrazos.

En eso creemos.

J. Javier Pioli

Abre la puerta y entra a mi hogar,

amigo mío que hay un lugar.

Deja un momento de caminar.

Siéntate un rato a descansar,

toma mi vino y come mi pan.

Tenemos tiempo de conversar.

(…)

¡Qué felicidad amigo mío

tenerte conmigo y recordar!

Haces que florezcan pecho adentro

ardientes capullos de amistad.

Toma mi guitarra y dulcemente

cántame con ella una canción

que quiero guardar en mi memoria

el grato recuerdo de tu voz.

Entra a mi hogar”, de Los Manseros Santiagueños.