Éramos niños y Manucho tenía menos años de los que sospechábamos. Para nosotros era largamente centenario, bueno, ingenuamente inteligente y dignamente pobre. Entre otras historias se contaba que obsesionado con la necesidad de acopiar alimento para su vaca la vendió y fue a comprar fardos de alfalfa. Nadie lo vio pero tenía que ser cierto porque de algo había que reírse. En el fondo nadie lo creía. Sabíamos que no era necio.

Mientras tanto el mundo repetía el discurso de que es necesario producir cada vez más porque la humanidad necesita alimentos. Y nosotros lo creíamos. Hay que producir y hay que guardar y la genética tiene que mejorar para que las plantas produzcan más y las vacas den más leche. Y hay que transformar los insectos en plagas y las hierbas en malezas para que sea justo declararles la guerra. Los venenos y los herbicidas aparecieron como aliados de la vida y la maquinaria un portento de eficiencia. Y a la tierra hay que pedirle más porque los costos son mayores.

Algunos tardamos mucho en darnos cuenta de que era la misma historia de Manucho pero sin su graciosa ingenuidad.

El mundo tiene tanto alimento guardado y desperdiciado como hambrientos. Se necesita más alimento, más tierra cultivable y más campo para criar ganado dice el discurso que sigue siendo el mismo pero cada vez más difícil de creer.

Manucho vendió su vaca para comprarle comida. Hoy en la Amazonia se quema alimento porque hay que producir alimento. Lo triste es que, contrariamente al cuento de Manucho, éste es cierto.

Cuenta el mito griego que el rey Midas, dominado por la avaricia le pidió al dios Dioniso que le concediera transformar en oro todo lo que tocara. Con reticencia se lo concedió y su vida se volvió una desgracia. Casi se muere de hambre. El oro no se come. Y se hubiera muerto si no se arrepentía y cambiaba de vida. Dioniso lo mandó a bañarse al río Pactolo y quedó liberado de semejante don. Las arenas se volvieron auríferas, pero él pudo oler una flor con perfume y abrazar a su hija sin que se volviera una estatua de oro.

Con el discurso adjudicado a Manucho que esconde la irracional codicia de Midas, arde la Amazonia. La salvación de Midas fue su conversión, su cambio de vida. Es el camino de la nuestra.

El apóstol Pablo lo sabía: «No vivan ya según los criterios del tiempo presente, al contrario, cambien su manera de pensar, para que así cambie su manera de vivir y lleguen a conocer la voluntad de Dios», le dice a la comunidad de los romanos. (Romanos 12:2)

Y lo sigue diciendo.

(Por Oscar Geymonat. Nota publicada en Cuestión de Fe, setiembre de 2019)