Una recorrida por el monte en San Pedro

-Yo vine a plantar… -dijo Fausto sobre el mediodía, cuando la comida todavía circulaba y la gente conversaba junto al arroyo.

Contra los peores augurios, el domingo 4 de junio las nubes corrieron el telón y pudimos salir al monte. Caminamos junto al arroyo San Pedro para reconocer árboles nativos, también los exóticos y los invasores introducidos por la mano del hombre. Algunos de ellos, junto a la deforestación, hacen estragos en nuestros montes.

Después de recorrer el margen del arroyo y la desembocadura de una cañada, nos organizamos en equipos para extraer plantines de ligustro. Federico y Silvana nos contaban que este árbol -bueno para leña pero malo para nuestro monte- se reproduce muy rápidamente, y su follaje quita el sol a otros árboles de crecimiento más lento, como el tala, el molle, el chalchal o la coronilla.

Como el monte nativo, así nos complementamos. Mateo tiraba de los ligustros con persistencia, Nito colectaba hojas para un herbario, Nelsy disfrutaba viendo las bolsas llenándose en poco rato. Más allá, otros gurises saltaban como el agua de la cañadita.

Para cerrar, Silvana nos invitó a devolver al monte otras especies nativas. Para recuperar la biodiversidad no alcanza con arrancar ligustros; la parte más linda es la de plantar. Y ahí Fausto estuvo realizado.

Damos gracias, porque ese domingo fuimos como la comunidad del monte, que se complementa y se arraiga, que crea lazos de cuidado y de protección. Gracias, por lo que cada quien sumó: distintos cantos, experiencias y habilidades. Y gracias a la hermana Tierra, que en un rincón de San Pedro nos invitó a ser parte de esta Creación.

Los pueblos piaroa de la zona Venezuela cuentan que el cerro Autana tiene la forma de un enorme tocón, como si un árbol gigante hubiese sido cortado desde el pie y solo quedara la base. Dicen que es el último resto del gran Wahari-Kuawai, el Árbol de la Vida, que traía en sus ramas todos los frutos del universo. Según esta leyenda, al principio del mundo nadie necesitaba trabajar porque todos encontraban los frutos y alimentos necesarios en el gran Wahari-Kuawai, árbol de la Vida.
En uno de los relatos más fantásticos de la tradición cristiana, Juan tiene una visión que anticipa el futuro, la promesa de un tiempo nuevo y la esperanza de lo que vendrá. En un tiempo muy duro -de persecusión, guerra y desesperanza- la visión del libro del Apocalipsis anticipa la llegada de algo nuevo. “La nueva Jerusalén” es un lugar de justicia y de multiplicidad de voces y culturas. Pero lo interesante, es es que aunque sea ciudad también ella está llena de vida

 

“El ángel me mostró en la ciudad un río limpio de agua de vida, resplandeciente como cristal (…) Y en medio de la calle de la ciudad, y a uno y otro lado del río, estaba el árbol de la vida, que produce doce frutos, uno por cada mes del año; y las hojas del árbol servían para sanar a todos los pueblos” (paraf. Apoc. 22:1-2)