Testimonio de Noemí, de Colonia Valdense.

Empezaba 1955. Mitad de siglo, todavía época de “vacas gordas” en el país. Bienvenida austera a un nuevo año que prometía mucho. Desde el relativo aislamiento del campo, la familia celebraba con sencillez la llegada de un nuevo año. Alguna comida especial, una gaseosa refrescada en el pozo y una pausa en las tareas diarias. Un poco más de tiempo para conversar a la sombra del corredor. Los mayores reviviendo experiencias y la gente de menos años tratando de poner en palabras sus expectativas.

A la noche, como siempre, el informativo de las nueve antes de irse a dormir. Y una noticia preocupante: el desarrollo de una enfermedad que se convertía en epidemia: la poliomielitis. Siempre había existido la enfermedad. Algún caso siempre aparecía. Pero ahora había más. Cada día más. Los más propensos a sufrirla, eran los menores de edad. No había cura, y en muchos casos aparecían secuelas. Como atacaba los nervios que gobiernan los músculos, la invalidez permanente podía aparecer de un momento para otro. Por eso la enfermedad se conocía como parálisis infantil.

No se hizo esperar la noticia: las clases no empezarían en marzo. ¡Qué mal me cayó eso! Me gustaba estudiar. La enseñanza obligatoria había terminado al finalizar sexto año de primaria. Lo había hecho con buena nota y el pase al liceo había ido directamente, junto con los de los demás compañeros de sexto. Nos encontraríamos, aunque no todos, en un nuevo ámbito. Era la primera de la familia que llegaba a secundaria. Mi hermana mayor asistía a la escuela del hogar; otra seguía en la escuela y los menores eran muy pequeños para la enseñanza formal. Ya había sacado la cédula de identidad y se estaba guardando dinero para las compras especiales que seguramente habría que hacer. Entre ellas, la bicicleta. A la escuela siempre fuimos caminando, pero el liceo quedaba un poco más allá y las clases empezaban más temprano.

Cada noche, el informativo reportaba cuántos casos habían aparecido ese día, y cuántos necesitaban el pulmotor, un aparato imprescindible para cuando se afectaban los músculos respiratorios. Cada día se recordaban las medidas de prevención. Cada día, sin mencionarlo, todos nos preocupábamos por los pequeños de la casa, por los primos chicos, y especialmente por el que tenía una seria cardiopatía. Pero cada noche y cada día mi mayor inquietud era… la fecha del comienzo de las clases en el liceo.

Finalmente, el 20 de abril empezó mi adolescencia. Pude estrenarla junto con la bicicleta azul. Pude encontrarme con las compañeras y compañeros ya conocidos, con muchos otros y con un mundo nuevo que enfrenté con cierto temor, pero que sentí diverso y apasionante.

Noemí Geymonat cursó en el liceo Daniel Armand Ugon.
Luego trabajó como maestra en educación primaria.
Hoy está jubilada, pero sigue en el mundo de la educación.