Hace exactamente un año prometimos que “nos volveríamos a abrazar”. La expresión fue un acto de esperanza, como esos brazos que desplegamos en el aire en señal de que volveremos a encontrarnos. Nunca cerramos nuestras puertas, pero desde aquella Semana Santa de 2020 hasta hoy sentimos la falta de cierta calidez y espontaneidad. Algo de esas rondas distendidas en las que nos sentíamos como en casa, cuando las anécdotas circulaban como la comida, cuando cantábamos sin pudor o saltaban risas a bocajarro. Cuando no era necesario asegurarse si el ambiente era ventilado, si superábamos un aforo o si podíamos hacer un juego de presentación. De una forma no querida, la pandemia nos distanció.
Sabemos que las medidas que se han tomado ayudaron mucho a frenar una cadena de contagios que pudo haber sido gravísima en 2020. Hoy nos enfrentamos a un escenario algo más complejo. Sabemos que este tiempo ha sido traumático, perturbador para muchas personas. Para quienes han tenido que enfrentar esta enfermedad y sus secuelas; pero también para quienes tuvieron que cuidar, acompañar o sostener a quien enfermó. Para trabajadores/as de la salud por el riesgo y la alta demanda; pero también para todos los otros oficios y profesiones que experimentaron el riesgo de enfermar, o –también grave- el de quedar sin trabajo. Para quienes se sintieron desafiados por una convivencia en tensión; pero también para quienes tuvieron que extrañarse a la distancia.
Hagamos una prueba: pensá una palabra con la que podrías definir este tiempo que transcurrió entre la Semana Santa de 2020 y la de este año. ¿Qué palabra elegirías? Muy probablemente, la palabra elegida podría relacionarse con dos sentimientos muy presentes: incertidumbre o soledad. Ni las diez plagas de Egipto eran capaces de generar ese estado de ánimo, y no hay virus cuyo ARN multiplicado pueda producir ese síntoma. Pero el impacto de una pandemia y las medidas tomadas para paliarla pueden generar ese efecto, y muchos otros.
Nos hemos habituado a un mensaje recurrente, una idea que aparece de continuo en las conversaciones, en los discursos y en los medios de comunicación: hay que acostumbrarse. Las medidas de prevención (distanciamiento físico, barbijo, restricción para muchas actividades deportivas, lúdicas y sociales) quizá no duren para siempre, pero mientras tanto hay que habituarse. Conformarse. “Qué se le va’cer” dirán los parroquianos.
Pero si hay algo que hemos aprendido del mensaje cristiano, algo que es irrenunciable en nuestra fe, es el rechazo a esa idea lánguida y complaciente de la conformidad. Al quietismo de quien toma la realidad como algo dado, que hay que aceptar, a lo que hay que acomodarse:
“No se conformen con el tiempo presente –decía Pablo-, más bien transfórmense renovando el entendimiento, para así conocer la voluntad de Dios” (paráfrasis de Ro.12:2)
Estamos seguros/as de que las medidas que tomamos para enfrentar esta pandemia son justas y necesarias, pero no pueden ser la palabra final. No nos conformamos con eso. No alcanza con calzarse el barbijo y aceptar las reglas de juego hasta el final del viaje. Hay que escarbar más profundo, hay que pensar en las complejidades de un mundo que ha hecho posible este escenario. ¿Será que el sistema de producción mundial, el corrimiento de las fronteras agrícolas, la desaparición de bosques naturales, especies animales y vegetales no tiene un impacto sobre el comportamiento de algunas enfermedades? ¿Será que el hacinamiento en la producción animal, la tendencia a la urbanización y a la sobrepoblación no inciden sobre las posibilidades que tiene un virus para mutar? ¿Será que un mundo hipercomunicado, en el que puedo estornudar a las 9.00 en Estambul y toser a las 21.00 en Sao Paulo no explica la facilidad con que algunas enfermedades podrían extenderse? ¿Será que los intereses de lucro de las grandes farmacéuticas o el poder de presión que tienen los países desarrollados no ha incidido sobre la investigación y las formas en que se distribuyen vacunas, medicamentos y asesoramiento? ¿Será que podremos transformar un mundo desigual si solo nos ponemos el barbijo y nos lavamos las manos?
Lo dijo Pablo, y lo podemos decir hoy:
-¡No! ¡No me conformo nada!
Hoy, como vos, nosotros/as también sentimos soledad e incertidumbre. Pero no nos queremos conformar y pensar que ya pasará. Hoy recordamos una nueva Pascua, un tiempo en el que Jesús, tenido por muerto, volvió a aparecerse a su gente. En uno de los relatos más hermosos, Jesús llega a Emaús junto a dos personas que lo habían conocido. Fueron conversando, pero en el viaje no lo reconocieron. Lo invitaron a quedarse a comer. En la intimidad de la mesa compartida y del calor del fuego, Jesús partió el pan y dio las gracias. Por la comida, por los amigos que lo invitaron a comer. Y entonces sí lo reconocieron. (Ver Lc.24:13ss)
Si hubiese ocurrido hoy, habríamos sentido algo parecido a lo que experimentamos cuando alguien se quita el barbijo para comer. Ahora te vemos completamente. ¡Te reconocemos! Sos vos; qué bueno verte. Sin que nos diéramos cuenta, Jesús se metió en nuestra burbuja.
Que esta Pascua de Resurrección sea verdaderamente eso. La certeza de que Jesús come con nosotros. Una señal que mitiga el miedo y la incertidumbre. La invitación a seguir caminando, aceptando las reglas del presente, pero sin conformarnos. Prometiéndonos un abrazo, o mejor: inventando abrazos nuevos.
Equipo del Centro Emmanuel