“Cuando el rey oyó a aquella mujer rasgó sus vestidos en señal de duelo, y se paseó por el muro, para que todo el pueblo lo viera” (Paraf. 2Reyes 6:30)
Poco a poco nos hemos ido acostumbrando a la indignación de los poderosos. Cada vez que algo terrible ocurre, a cada momento de crisis ellos aparecen para indignarse. Muertes evitables, miseria, crisis ambientales. Ellos rasgan sus preciosas vestiduras y apuntan a las filas del oponente, como si la causa de cada infortunio estuviera en la casa ajena.
Se indignan por Twitter, se rasgan por Facebook, se lamentan en el informativo central. Son reyes posmodernos, indignados del prime time y del trending topic, que no padecen en carne propia el sufrimiento de los/as vulnerables, pero que lo aprovechan para reafirmar su poder. Y si es posible, para lavarse las manos.
En 2 Reyes 6:24-31 encontramos una situación perturbadora, quizá una de las más duras con las que pueda toparse la experiencia humana. El rey de Siria ha sitiado la ciudad de Samaria, y tras semanas de bloqueo los recursos comienzan a escasear. En la época era una práctica militar frecuente el sitiar ciudades amuralladas como una estrategia para obligar a la rendición. Una ciudad bien defendida puede resistir, pero si se corta el flujo de alimentos que provienen de los campos circundantes o si se afecta el abastecimiento de agua, la desesperación puede llevar a aceptar las condiciones más viles. El hambre es un poderoso tormento.
En este relato aparecen dos mujeres que encarnan lo más agónico de la situación. Desgarradas por la carestía, ellas acuerdan matar al hijo de una para devorarlo y sobrevivir. La segunda debía luego cumplir con su parte del trato y ofrecer a su hijo para cocinarlo, pero lo esconde. Entonces el dolor del duelo se mezcla con el dolor del hambre y el ultraje por el pacto incumplido: “Trae acá a tu hijo para que nos lo comamos”. La primera mujer reclama ante el rey. Pero este, en lugar de asumir su cuota de responsabilidad, rasga sus vestiduras y culpabiliza al profeta Eliseo. “La culpa del sitio es de Eliseo”.
En esta oportunidad, las ambiciones desataron un clima de guerra con un impacto ambiental incuestionable. Es que en la historia de la humanidad los enfrentamientos bélicos siempre han dejado un saldo ecológico (¿alguien pensó en Vietnam, Hiroshima, la Siria actual?). Aunque no solo la guerra pone a nuestro mundo frente a situaciones de crisis.
Este relato admite cientos de abordajes, pero a la hora de pensar en justicia socio-ambiental hay una pregunta que no puede dejarse de lado. ¿Quiénes son las personas más afectadas por esta crisis? ¿Cuáles son los cuerpos que caen primero en la trinchera del hambre y de la carestía? El sitio a la ciudad, la falta de recursos y la tierra arrasada no afectan por igual a todos. El rey se pasea por la ciudad y tiene vestiduras para rasgar en señal de duelo, mientras dos mujeres desgarran la carne de sus hijos para no morir. ¿Dónde están los principales de la ciudad, los comerciantes, los jefes militares, los líderes religiosos y la corte del rey? Seguramente no han devorado a sus hijos, seguro tienen algo en la reserva. Es que la crisis ambiental es muy respetuosa de las diferencias sociales.
Este texto nos permite ver que cuando hablamos de “problemáticas ambientales”, el impacto de nuestras prácticas sobre el cuerpo de la Creación no afecta de igual manera a todas las personas. Además, puede ocurrir que cuando las más vulneradas hacen oír su clamor, los poderosos se rasguen las vestiduras acusando a terceros para desviar su responsabilidad. Y todos los veremos ahí, indignados, caminando de vestiduras rotas sobre los muros del mass media.
Hoy hablamos de problemáticas socio-ambientales precisamente porque el cuerpo social y el cuerpo de la Creación no pueden disociarse. Como en Samaria, la crisis ambiental de hoy no afecta por igual a mujeres pobres y a reyes poderosos.
Ya antes de la crisis del 2002, la contaminación por plomo en Uruguay afectaba a los niños de asentamientos periféricos que convivían con residuos domésticos e industriales. Hoy las alergias, las enfermedades autoinmunes y respiratorias y algunos tipos de cáncer escalan entre los trabajadores agrícolas y sus familias; ellos llevan a sus casas, a sus mesas y a sus camas la ropa contaminada con químicos. Cada verano los procesos de eutrofización en los cursos de agua y embalses afectan a las personas que no tienen acceso a otras fuentes de agua potable, a quienes concurren a playas urbanas o a arroyos en lugar de piscinas. Hoy ese “Uruguay Natural” tan aprovechado por la industria del turismo ve amenazado la calidad del agua corriente, y eso perjudicará muy especialmente a quienes no tienen un filtro o la posibilidad de comprar agua embotellada.
Por eso, cuando pensemos en la problemática ambiental, tenemos que hacerlo desde una perspectiva que contemple las dimensiones sociales de clase, género y raza. Porque ante la crisis, junto a la Creación los primeros en sufrir siempre son los hijos de las más pobres.
La ropa rasgada de quienes se pasean sobre los muros posmodernos no refleja realmente el dolor de los cuerpos dolientes y de la tierra ultrajada. Desde la cruz y desde la vulnerabilidad de un pesebre, hay alguien que sí puede comprender a esa humanidad y a esa tierra sufriente.
J. Pioli
Equipo de Ecoteología del Centro Emmanuel