“Pero el muchacho, afligido por esta palabra,
se fue triste, porque tenía muchas posesiones”
(Marcos 10:22)
Cuando era adolescente, en mi liceo existían unos libros fantásticos que nos invitaban a vivir nuestra propia aventura. Con nombres atrapantes y marketineros, estas novelas cortas tenían un formato singular, que permitía a los pequeños lectores decidir el destino que correría su protagonista. Así, cuando el personaje se enfrentaba al portal de un gran castillo, podíamos decidir si queríamos pasar por él o seguir de largo; si se elegía la primera opción se debía continuar en la página tal, o leer la página cual si la segunda propuesta convencía más. De esta manera, uno podía leer el mismo libro varias veces, jugar con las opciones y experimentar destinos y resultados diversos.
En los textos bíblicos hay muchos pasajes que permiten esa libertad. No porque todas las opciones sean posibles o válidas, sino porque los textos nos confrontan con dilemas éticos, e incluso con historias inconclusas. Así, los hilos sueltos de esa trama acarician nuestros párpados cerrados y nos invitan a imaginar. ¿Qué habrá pasado? ¿Cómo habrá sido? ¿Qué habrá hecho después?
En un relato bastante conocido aparece un muchacho que se acerca corriendo a Jesús y le pregunta, preocupado, cómo debe conducir su vida. Él ha hecho todo tal como lo estipulan las leyes de su tiempo, pero quizá siente que algo le falta. La respuesta no tiene rodeos. Jesús dice lo que tiene que decir, sin acusaciones, sin levantar el dedo ni sermonear reproches. Pero indica un camino difícil de seguir. Y el muchacho, apesadumbrado, desaparece de la escena.
Frecuentemente las lecturas moralistas toman este texto como una caja cerrada, con un contenido ya listo para ser consumido. No hay nada para inventar: el muchacho se va porque es obscenamente rico y no está dispuesto a despojarse de lo que tiene. Los ricos no entran al reino. Fin de la historia, fin del muchacho.
Pero el texto no dice eso. El muchacho se retira triste, y los hilos quedan sueltos para que pensemos cuál habrá sido su aventura posterior. Además, imaginar no es pecado.
Hace pocos días alguien en el grupo de Ecoteología dijo que si el muchacho de verdad hubiese vendido todo lo que tenía, entonces eso estaría escrito. Y si escrito no está, entonces no lo hizo. Otros/as, en cambio, se quedaron con los sentimientos que irradia el muchacho en este texto: ansiedad, aflicción, tristeza.
Nadie que corra preocupado o que se sienta afligido por sus propias inconsistencias va a querer mantenerse por siempre en ese estado. La respuesta pone en crisis, o hace evidente una crisis que ya venía. El muchacho sabe lo que debe hacer, pero es duro dar el paso.
Me pregunto qué aventuras elegiremos hoy que nuestras inconsistencias son tan evidentes. Encandilados por el sueño del desarrollo, por las veleidades electorales y por las promesas del consumo, somos como el joven que corre hacia Jesús para escuchar la temida respuesta. Solo entonces comenzará la transición, una aventura que dura toda la vida.
-¡Yo una vez leí una novela del Titanic! -dijo Santiago en nuestro último encuentro- Elegía todas las aventuras posibles, pero siempre terminaba salvándome…
Que Dios nos ayude a elegir las páginas correctas, a tomar las decisiones justas, para que esta Tierra no colapse, para que nuestros cuerpos no se consuman, para que este barco que habitamos no se hunda.
J. Javier Pioli – Equipo de Ecoteología