Quien piense que la ecoteología consiste en una reflexión erudita y sesuda tiene con nosotros un lugar en la mesa. Quien intuya que aquí las discusiones son largas tertulias de sabios, puede sentarse a comer con nosotros. Es que la ecoteología, en realidad, se despliega mejor entre diálogos de cocina e historias de sobremesa. 

Días atrás el grupo de ecoteología del Centro Emmanuel pudo hacerse un tiempo para volver a encontrarse, evaluar las actividades realizadas, pensar nuevos desafíos. En sintonía con ello las rondas de mate y de sobremesa fueron una oportunidad para seguir reflexionando.

Con la compañía de Blanca Geymonat[1], la discusión giró en torno al valor de la comida como un espacio con potencial para construir vínculos, para sanar, para buscar una vida más digna. Quedamos atrapados por la infinidad de textos bíblicos en los que la comida es un eje transversal, el ‘contexto’ en el que ocurren las cosas.

En algunos casos la alimentación está en el centro de la acción, pero la mayoría de las veces nuestra forma de leer los textos hace que ella pase desapercibida y nos concentremos en otros detalles. En Sarepta una viuda estaba por comer lo último que le quedaba cuando encontró a Elías; los discípulos arrancaban espigas para comer cuando los criticaron por hacerlo en día de reposo; en Caná se celebraba una comida de bodas cuando Jesús convirtió el agua en vino; en la aldea de Emaús Jesús partía el pan cuando le reconocieron.

 

Donde transcurre la vida

Sin ningún tapujo, el teólogo brasileño Rubem Alves dijo que  la cocina es el lugar donde se aprende la vida, donde se despiertan las sensaciones de lo cotidiano. “Es el útero de la casa” –señaló- “el lugar donde la vida crece y el placer sucede…”[2]

Alves recuerda los sabores y olores de la cocina familiar en Minas Gerais y yo me transporto a la cocina de mi abuela, con el sonido ronco de  la ‘difusora rochense’ recordando obstinadamente dónde nace el sol de la patria. Como la de Alves, aquella era también la cocina donde se podía cocinar, comer y charlar a la vez, con una mesa chiquita útil para las tres tareas simultáneas. Allí estaba todo: los secretos del libro del Crandon, la máquina de coser, las tazas con nuestros nombres, los bizcochitos de coco escondidos en el lugar habitual, el olor cálido y penetrante de las cocciones de frutas, de salsas, de las albóndigas dulces y saladas.

Mientras Blanca leía la reflexión de Alves todos nos transportábamos a las cocinas de nuestra memoria, a esos lugares-tiempo en los que transcurrieron momentos cargados de vitalidad y placeres cotidianos. Lugares-tiempo que podemos seguir creando, en la medida en que les asignemos el valor que el mundo del consumo inmediato no podrá jamás darles.

 

Nuestra cocina, nuestro restaurante

El Antiguo Testamento ofrece algunos ‘relatos de cocina’ que no tienen desperdicio. En 2Reyes 4:38 el profeta Eliseo llega a Gilgal, en un momento en que se está viviendo ‘gran hambre en la tierra’. Es tiempo de guerras y carestía, con un Reino de Israel dividido en dos, con la amenaza constante de los asirios y el lento declive de Egipto, que resiste perder su lugar de ‘máxima potencia’. Atenazada entre ambos reinos, la región palestina es un espacio de conflicto, de incursiones enemigas y de rencillas entre los locales. Como para no pasar hambre.

Aquí el problema más inmediato se resuelve en la cocina. La necesidad obliga a comer de lo que hay, por lo que uno de los discípulos de Eliseo sale al campo a recolectar hierbas y frutos silvestres para ‘inventar’ un guisado. Pero en la comida improvisada algunos notan que uno de sus ingredientes es nocivo (¿venenoso?), y como en una escena cinematográfica la situación se desborda.

Lo curioso de este incidente es que su resolución se produce nuevamente en la cocina; con Eliseo agregando otro ingrediente que ‘quita el mal’ de la olla. Como corolario, el relato incluye una multiplicación de panes de cebada, que muchos puntos tendrá en común con los hechos de Jesús.

La ayuda de Eliseo permitió que el sufrimiento y la carestía fueran mitigados a partir de una situación cotidiana. El ‘milagro’ no se produce en ningún espacio extraordinario ni hay fanfarrias que anuncien el portento de la comida. Hombres y mujeres cocinaron, comieron, y hasta diríamos que hicieron sobremesa. Ante la muerte y la desunión que socavan la vida, he ahí el milagro del guiso compartido.

Sin Eliseo pero con su memoria viva, este tipo de relatos nos mueven a pensar en el valor de la comida compartida como espacio de resistencia a la muerte y de búsqueda de alternativas. Cocinando juntos, hubo uno que tuvo iniciativa, uno que buscó los ingredientes, otro que advirtió el peligro, otro que ayudó a resolverlo, otro que apareció con más para compartir.

Dicen que la palabra ‘restaurante’ está unida etimológicamente con el término ‘restaurar’. Por eso, para restaurar la vida, para reconstruir vínculos, para perdonarnos, para recordar los sabores de la abuela y para crear nuevos, para resistir a la muerte, para descansar, para hacernos un tiempito para el otro…

…bueno seríamos que hiciéramos de nuestra cocina un restaurante.

 
Javier Pioli

[1] Blanca Geymonat es laica valdense, educadora y directora del Parque XVII de Febrero.

[2] Del libro: “Estórias de quem gosta de ensinar – O fim dos vestibulares”, Ars Poética – São Paulo, 1995, pág. 133. / http://www.releituras.com/rubemalves_cozinheiras.asp